miércoles, 21 de marzo de 2012

Invasión

Renté la casa porque necesitaba olvidarme de Elena. Pedí que el servicio doméstico la abandonara el día de mi llegada y se ocupara de la limpieza solo cuando yo realizara mis paseos matinales por el bosque, que acompañaba como un maleficio, el semblante oscuro de la mansión veraniega.
No sabia si iba a quedarme mucho o poco tiempo, pero como siempre una pila de libros acompañaban el exilio al que me había obligado. Un escritor necesita estar solo, pero un hombre, la compañía de sus propias pesadillas. Elegí a H.P. Lovecraft.
Supe que mi decisión había sido la correcta cuando encontré cerca de la chimenea el lugar ideal para el transcurrir de mis noches. Hubiera sido más fácil subir a la habitación del primer piso, desmayarme sobre las sábanas de seda y dejar que el olor a magnolias adormeciera mis sentidos. Pero el tabaco que descansaba sobre la mesa de roble combinaba a la perfección con los taninos que el cuero del viejo sillón desprendía, y el sueño no formaba parte de mi destino.
Los primeros días no logré desprenderme de Elena, la voz musical de mi mujer se ensañaba conmigo trepándose a los árboles, aniquilando con sus cuerdas cargadas hasta el susurro del arroyo. Ella sabía muy bien como convertirse en una mariposa, arañar mis piernas con sus enredados ruegos, moverse como si formara parte de ese hábitat en el que sin embargo nunca había sido invitada. Decidí entonces suspender las caminatas y pasar la mayor parte del tiempo en la casa, lo cual la obligó a ejercer una vez más su fantasmal venganza.
Supe que era ella cuando lo oí maullar pero me tranquilicé al ver que el felino tomaba tranquilamente su lugar al lado de la chimenea, dispuesto a mimetizarse con las sombras dantescas que la lámpara de la sala irradiaba contra la pared del fondo.
Absorto en la lectura no percibí los primeros síntomas. A medida que las horas pasaban mis ojos, ahora rojos, perdían el rumbo de sus pupilas y yo caía entre simulacros en la inconsciencia de no saber, si era él o era yo el culpable de tamaña desventura.
Así fue como las paredes se achicaron y el ruido se hizo insoportable. Imaginé que la presencia del gato ( o de Elena), me ayudarían con su inquietud a liberar aquellas culpas ancestrales pero ahora dormía acurrucado, ausente y yo ya no podría inventar ninguna escusa para liberar el rugido ahogado de mis entrañas. Estaba solo, mudo y tieso, mientras ahí, justo detrás de las paredes, se batallaba mi destino .
Me llené de ellas en un segundo, eran miles las que ausentes de mi delirio caían desde los tirantes de madera en vaivenes circenses despidiendo el olor nauseabundo de la muerte. Las oía arañar las paredes, roer madera, arrastrarse como una masa grisácea sobre la alfombra que iba desapareciendo ante mis ojos como si nunca hubiera existido. Algunas pasaban sobre mis botas, otras se retorcían sobre los cortinados como si el terciopelo rojo fuera capaz de aliviar la sarna que cubría sus cuerpos con costras malolientes.
Cuando el cigarro que casi quemaba mis dedos inmóviles, cayó al suelo supe que hasta las diminutas crías rosadas y sin pelos se reían de mí. Por un momento me vi con sus ojos y sentí lástima por el hombre que sobre el sillón temblaba entero. Fue en ese instante que sin poder aguantar el asco , un rio verdoso que escapó de mi boca atrapó con gelatinoso placer sus famélicos hocicos. Disfrutaban de aquel charco de líquidas entrañas que crecía incontrolable cada vez que intentaba hablarles.
Sin embargo, ninguna de ellas trepó por mis rodillas ni se abalanzó sobre mi cuerpo . Ninguno de sus dientes se clavó en mi carne. Me sentí tan poca cosa que me dieron ganas de llorar a pesar de saber que ya no me quedaban lágrimas por vomitar.
Elena que siempre había sufrido pánico por esas horrendas criaturas, al abrir sus ojos felinos y desperezarse levantando el lomo, solo lanzó un maullido largo que se parecía más al placer que al horror. Caminó hacia mí desafiando cada uno de mis instintos, de un saltó acomodó entre sus patas delanteras el libro que abierto e aún intacto descansaba sobre la mesita y lo ofrendó a las bestias.
Al amanecer no quedaba ningún vestigio de lo ocurrido. Yo seguía sentando con los ojos rojos clavados sobre los muros. El olor a magnolias impregnaba la sala y el gato ( Elena) dormía plácidamente en el mismo lugar, parecía soñar, cuando la puerta se abrió y José, el encargado de la limpieza algo incómodo me dijo
_ Perdón señor pensábamos que no estaba en la casa. Vuelvo más tarde.
No alcancé a contestarle porque al levantar el libro que descansaba abierto sobre mis rodillas un terrible presentimiento me invadió. Comencé como un loco a dar vuelta las hojas , a sacudirlo entero, a volver una y otra vez, para comprobar que el cuento que estaba leyendo había desaparecido.
Fueron ellas, esas malditas ratas famélicas .

1 comentario:

  1. Bibi
    Llegué hasta acá por un comentario que dejaste en el blog de Maia. Qué buen cuento!!!! Todo un hallazgo. Te felicito de corazón, beso enorme

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